Se me olvida, pero siempre hay alguien que me lo recuerda: mi gusto por los supermercados no es algo común.
Desde chica me gustó ir al supermercado, no recuerdo haber salido con regalos muchas veces, eso no era lo que me gustaba. Me gustaba ver cómo salía una larga boleta con miles de números, la boleta era un bien muy preciado para mi, aunque no recuerdo por qué. También me fascinaba esa pistolita con la que ponían los precios, un día encontré un rollo lleno de etiquetas para poner precios… terminó siendo un codiciado bien cuando jugaba con mi amiga Carolina al almacén.
Pero creo que lo que más me gustaba era ver cómo trataban a mi abuelo y, de paso, a mi. Mi abuelo trabajaba cerca del supermercado, todos lo saludaban por su nombre y la carne nunca la compró del mostrador porque se la iban a buscar adentro. Ya he escrito otras veces sobre mi abuelo, así es que tendrán una idea de este señor de andar seguro y bigotes de galán de cine.
Cuando llegábamos del supermercado, me encantaba ordenar la despensa imaginando que era un reponedor de supermercado. Y bueno, hay marcas que sigo comprando solo porque son las mismas que ordené una y otra vez.
El gusto por los supermercados fue evolucionando. Antes de vivir sola, me fascinaba mirar los productos de limpieza doméstica que algún día tendría que comprar para mi casa. Cuando finalmente compré mi propio cloro, ya tenía una lista grabada en mi cerebro.
Y este gusto por los supermercados también tiene una fase negra, ¿cierto Isabel?... prefiero no entrar en detalles.
Cuando viajo a otro país, me encanta entrar al supermercado y ver todas las cosas raras que la gente compra habitualmente. ¿Sabían que en muchos supermercados de Europa uno mismo se pesa la fruta y le pega la etiqueta?, a nadie se le ocurre pasar chirimoyas por manzanas.
No sé si es puro carril o si es cierto, pero creo haber leído que H. Maturana dice que el gusto por los supermercados (ya habla de “gusto por”, o sea que no soy tan rara) se debe a que nos despierta nuestro pasado de sujetos recolectores. Esa me parece una buena razón para mí que soy una recolectora en esencia.
Me encanta echar cosas al carro, no para aparentar que compraré mucho, sino solo porque me gusta (aunque la hora de pagar siempre me asusta). Eso sí, echo las cosas desordenadas, que lata esa gente que tiene un lugar y posición para las leches, otro para las conservas y otro para el yogurt.
Soy una persona que recolecta, almacena desordenadamente y consume lentamente. Recolecto cosas inútiles de gente que me gusta, recolecto insultos y me demoro siglos en procesarlos y devolverlos, recolecto cariño y también me demoro en devolverlo. Guardo y guardo, aunque siempre me queda la sensación de carro vacío.
Habrá que ir otra vez al supermercado, olvidé el azúcar.
(En la foto estamos mis abuelos y yo… ¿quién habrá tomado esa foto? ¿a quién se le puede ocurrir tomar una foto mientras se compra en un supermercado?)
Desde chica me gustó ir al supermercado, no recuerdo haber salido con regalos muchas veces, eso no era lo que me gustaba. Me gustaba ver cómo salía una larga boleta con miles de números, la boleta era un bien muy preciado para mi, aunque no recuerdo por qué. También me fascinaba esa pistolita con la que ponían los precios, un día encontré un rollo lleno de etiquetas para poner precios… terminó siendo un codiciado bien cuando jugaba con mi amiga Carolina al almacén.
Pero creo que lo que más me gustaba era ver cómo trataban a mi abuelo y, de paso, a mi. Mi abuelo trabajaba cerca del supermercado, todos lo saludaban por su nombre y la carne nunca la compró del mostrador porque se la iban a buscar adentro. Ya he escrito otras veces sobre mi abuelo, así es que tendrán una idea de este señor de andar seguro y bigotes de galán de cine.
Cuando llegábamos del supermercado, me encantaba ordenar la despensa imaginando que era un reponedor de supermercado. Y bueno, hay marcas que sigo comprando solo porque son las mismas que ordené una y otra vez.
El gusto por los supermercados fue evolucionando. Antes de vivir sola, me fascinaba mirar los productos de limpieza doméstica que algún día tendría que comprar para mi casa. Cuando finalmente compré mi propio cloro, ya tenía una lista grabada en mi cerebro.
Y este gusto por los supermercados también tiene una fase negra, ¿cierto Isabel?... prefiero no entrar en detalles.
Cuando viajo a otro país, me encanta entrar al supermercado y ver todas las cosas raras que la gente compra habitualmente. ¿Sabían que en muchos supermercados de Europa uno mismo se pesa la fruta y le pega la etiqueta?, a nadie se le ocurre pasar chirimoyas por manzanas.
No sé si es puro carril o si es cierto, pero creo haber leído que H. Maturana dice que el gusto por los supermercados (ya habla de “gusto por”, o sea que no soy tan rara) se debe a que nos despierta nuestro pasado de sujetos recolectores. Esa me parece una buena razón para mí que soy una recolectora en esencia.
Me encanta echar cosas al carro, no para aparentar que compraré mucho, sino solo porque me gusta (aunque la hora de pagar siempre me asusta). Eso sí, echo las cosas desordenadas, que lata esa gente que tiene un lugar y posición para las leches, otro para las conservas y otro para el yogurt.
Soy una persona que recolecta, almacena desordenadamente y consume lentamente. Recolecto cosas inútiles de gente que me gusta, recolecto insultos y me demoro siglos en procesarlos y devolverlos, recolecto cariño y también me demoro en devolverlo. Guardo y guardo, aunque siempre me queda la sensación de carro vacío.
Habrá que ir otra vez al supermercado, olvidé el azúcar.
(En la foto estamos mis abuelos y yo… ¿quién habrá tomado esa foto? ¿a quién se le puede ocurrir tomar una foto mientras se compra en un supermercado?)